Copyleft Creative Commons

Licencia Creative Commons
Diario en el desierto por Geni Rico se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

martes, 8 de noviembre de 2011

El Galimatazo pt.2

- Tranquila. Jabberwock me ha hablado. No te haré demasiado daño- Su extraño tartamudeo había desaparecido por completo. Su voz sonaba áspera, dura, nada que ver con el timbre que había utilizado minutos antes. Era como si otra persona se hubiese apoderado de su cuerpo. Deslizó su mano por la pierna desnuda de Alicia, desde su pie. Recorrió el tobillo de Alicia hasta llegar a la rodilla, y se dio cuenta de algo extraño: aquellas manos, acostumbradas a tratar y curtir la piel de los animales, eran suaves como el terciopelo, lejos de ser callosas y rudas.

Al llegar a su rodilla, Hatta detuvo su mano y la examinó detenidamente. Se inclinó sobre su pierna hasta que pudo sentir su respiración, cálida y lenta. Inclinó la cabeza mirando el perfil de su muslo, como buscando algún tipo de irregularidad. Esbozó una sonrisa y retiró una mota de polvo que se había posado sobre su tersa piel. Se levantó de nuevo y deslizó la punta del cuchillo por la piel de Alicia, desde su ombligo hasta su cuello. El corazón de Alicia se aceleró y la camilla metálica comenzó a empañarse. Hatta observaba el recorrido del cuchillo sobre su piel totalmente embelesado, como si estuviese disfrutando de la más bella obra de arte. La punta del cuchillo, helada como un témpano de hielo, casi llegaba a cortar de frío sobre su piel caliente. Sobre la frente de Alicia comenzaban a aparecer pequeñas perlas de sudor. No entendía por qué, pero poco a poco, con cada movimiento del cuchillo, parecía relajarse más y más. Había algo mágico en aquel filo que recorría su piel, erizando el vello de su nuca cada vez que cambiaba de dirección. Al final se dio por vencida y paró de moverse, dejándose llevar por el contacto electrizante que aquella hoja transmitía.

Alicia cerró los ojos. En el infinito negro que se abría ante sí, su sentido del tacto se acentuaba, su oído se afinó tanto que el leve susurro de la respiración de Hatta sonaba como si resoplase en su oído. ¿Qué le estaba pasando? Unos minutos antes, luchaba por escapar de la camilla a la que le había amarrado el hombre al que ahora deseaba lascivamente. Tenía algo… Algo indescriptible. Una sensación que nunca antes había sentido. Se sentía sumisa, dominada, con su cuerpo desnudo encadenado y a disposición total de un completo desconocido… De pronto, dejó de sentir el frío tacto del cuchillo, y sintió una cálida lengua bífida resbalar por su cuello. La respiración de Hatta era acompasada, lenta, relajante. Se deslizó por su nuez hasta el borde de su cara, y poco a poco se fue acercando hasta su boca. El contacto de sus labios fue como un veneno de sabor agridulce. El beso, tan apasionado que cuando Hatta se apartó, Alicia buscó sus labios de nuevo. Solo encontró su mejilla, ya que su captor había desplazado su boca hasta su oreja derecha.

- Tú serás mi obra maestra. – susurró. Su aliento fue su primera puñalada, directa, sin dilación, hacia su columna vertebral, recorriéndola de arriba abajo en forma de escalofrío. Alicia le deseó como no había deseado a nadie nunca. Deseó su cuerpo y su alma desde lo más profundo de su ser. Necesitaba aquellas aterciopeladas manos recorriendo su cuerpo, acariciando cada centímetro de su piel pálida y caliente, y allí estaban, recorriendo su vientre y su pecho con la misma delicadeza con la que un escultor retira el polvo de mármol de su reciente obra. La lengua y las manos de Hatta se habían convertido en instrumentos de precisión del placer, en los que cada movimiento, por milimétrico que fuese, parecía arrastrarla hacia el clímax a pasos agigantados. Pero entonces ocurrió algo inesperado.

- Parece que te lo estás pasando bien…- notó un susurro en su oído izquierdo, seguida de un ronroneo. –Espero que yo también pueda jugar. – dijo una voz que reconoció al instante, y sintió como otras dos manos se deslizaban sobre su piel. Eran algo más duras que las de su secuestrador, pero la acariciaban suavemente, como un gato se frota en las piernas de su dueño. Hatta no parecía percatarse de la presencia de aquel extraño. En vez de eso, recorría suavemente el pecho de Alicia, olisqueando y lamiendo donde parecía haber un lunar o una peca. Una lengua, áspera y felina, ascendió por su pierna muy lentamente, desde su tobillo izquierdo, rozando el interior de su muslo para deslizarse hasta su ombligo. Sintió una pequeña punzada y una sensación parecida a la que el cuchillo le había transmitido, pero esta vez eran dos afilados colmillos los que arañaban suavemente su piel. Las dos pequeñas dagas fueron descendiendo cada vez más abajo, hasta que un estremecimiento arremetió en el bajo vientre de Alicia. Las manos de terciopelo parecían no inmutarse de lo que estaba ocurriendo sobre su lienzo en blanco, ya que ahora acariciaban su cuello y su pelo. En pleno éxtasis, una sacudida de dolor y placer se extendió por todo su cuerpo desde su costado izquierdo, seguida de un cálido líquido que resbalaba hacia la camilla. El sombrerero vio como, de la nada, tres profundas puñaladas surcaban el costado de su presa. Alicia abrió los ojos de golpe, sorprendida por un grito estremecedor:

- ¡¡Tú!! ¿Qué has hecho??- la voz de Hatta era como un huracán soplando con toda su fuerza.

Alicia levantó la cabeza, y lentamente vio como aparecía de la nada la silueta de aquel hombre-gato. Primero sus ojos, luego las rayas de su piel, por último su cuerpo. Su mano derecha estaba ensangrentada. Soltó un bufido cuando Hatta le descubrió y de un rápido movimiento salió por la ventana. Mientras aparecía, a Alicia le pareció que le guiñaba uno de sus ojos amarillos mientras se relamía. Y luego llegó el dolor.

Un dolor infernal que le abrasaba el vientre y el pecho impidió a Alicia ver cómo Hatta corría tras el gato, maldiciendo y gritando en algún idioma olvidado. Mientras se retorcía de dolor, el sombrerero se acercó a ella, y la liberó de la camilla. Agarrándola duramente por la muñeca y a empujones, la tiró al suelo desde la camilla, y la sacó a patadas al claro del bosque.

- Fuera de aquí, zorra. –dijo, mientras cerraba la puerta de la cabaña y la dejaba desnuda y malherida en mitad del claro.