Poco a poco, todos los sitios de la mesa se fueron ocupando. Al lado de
aquella mujer, justo enfrente de Alicia, se sentó un apuesto joven de unos
dieciséis años. Su pelo rubio y rasgos afilados delataban un origen nórdico.
Sus ojos eran fríos y duros, y en su mirada parecía asomar un atisbo de locura
que contrastaba con la mirada tranquilizadora de la mujer que acababa de
conocer.
A la izquierda del joven, una chica de pelo moreno miraba su plato con
desgana. Su pelo era largo, negro y lacio, y caía por delante de su cara. En
ella, dos ojos grises se asomaban sobre unas infinitas ojeras. A pesar de su
aspecto enfermizo y pálido, aquella chica parecía haber sido preciosa antes de
que la enfermedad la hubiese abrazado.
A la izquierda de Alicia estaba sentada una joven de tez dorada como la
arena del desierto. Era alta y de porte mayestático, de mirada felina y labios
finos. En sus ojos negros como el azabache apenas se podía distinguir la pupila
del iris. Comía en silencio, sin mirar a los demás.
Una vez todos hubieron acabado, la mayor del grupo dio dos palmadas. Al
momento, un grupo de sirvientes entró por la puerta y recogió la mesa. En
apenas un minuto, todas las delicatesen de la mesa habían desaparecido.
Mientras tanto, los comensales fueron presentándose a Alicia. La mujer se
presentó como Lilith y la madre del resto. El joven sentado frente a ella se
llamaba Vlad, y la chica de aspecto convaleciente Lamia. La joven sentada a su
izquierda le indicó su nombre con un marcado acento árabe, Sejmet.
- Bien –dijo Lilith. –Ahora que tienes el estómago lleno y has
recuperado fuerzas… Cuéntanos, pequeña, ¿cómo has llegado hasta el bosque?
- Bueno… Me interné en el bosque hace unos días, persiguiendo a una
pequeña liebre.- Alicia miró hacia la piel pintada en el cuadro y decidió
omitir el detalle de su encuentro con el gato- y acabé por perderme. Seguí un
pequeño camino hasta llegar a un gran claro con una pequeña casita…
- El claro de la locura…- interrumpió Vlad. -¿Te encontraste con el
peletero?
- Me encontré con un lunático… -el recuerdo de la situación puso
nerviosa a la chica. Los ojos de Alicia comenzaron a humedecerse. –Él… Él
intentó…
-Tranquila, ahora estás a salvo –la consoló Sejmet, mientras apoyaba su
mano sobre el hombro de Alicia.- Ya ha pasado todo.
- Ese Hatta… Tienes suerte de haberte hecho esa herida. –añadió Vlad.
–Si no, ahora mismo estarías disecada en su chabola, expuesta para que
cualquier depravado adorador de Jabberwock te comprase…
- ¡Vlad! –gritó Lilith. –Ten un poco de delicadeza con nuestra
invitada… -su voz volvió a serenarse al tiempo que Alicia se recuperaba. –Cuéntanos,
pequeña. ¿Cómo te hiciste esa herida en el costado?
- Yo… no se… no lo recuerdo… -mintió. Recordaba con todo lujo de
detalles todo lo ocurrido mientras estaba sobre la camilla de Hatta. –Solo
escuché los gritos del peletero mientras me sacaba a empujones de la choza. No
recuerdo mucho más…
- Qué extraño… Hatta suele tener mucho cuidado con sus pieles… Tu
herida parecía un arañazo… ¿No te habrás encontrado con un gato, verdad?
–Apuntó Sejmet, en tono sospechoso.
- ¿Un gato? No… -mintió de nuevo. –No recuerdo como conseguí salir de
allí, pero desde luego esta herida no es de una zarpa de gato… ¡Es casi de un
tigre!
- Tiene razón, ¡tendría que ser un gato enorme! No digas tonterías,
Sejmet. –dijo Ersebeth.
- Hablando de la herida… He visto la cicatriz… Y no puedo evitar
preguntarme cuánto tiempo he estado inconsciente…
- Dos días, pequeña. –contestó Lilith. –Lamia ha estado cuidando de ti,
es una experta sanadora. Por eso tu herida ha cerrado tan rápidamente. –Bajo la
capa de pelo negro que tapaba la cara de Lamia, Alicia pudo observar una leve
sonrisa.
- Gracias por vuestra hospitalidad. Siento haber causado alguna
molestia… -se disculpó Alicia.
- No te preocupes, pequeña… Te encontramos escondida en el tocón de un
árbol, malherida y desnuda… No podíamos dejarte allí, a la intemperie. Has
tenido suerte de habernos encontrado. –Replicó la mujer, mientras se levantaba
de la mesa, dando la conversación por terminada. Acto seguido, todos se
levantaron. –Bueno, es hora de ponerse a trabajar. Ersebeth, cariño, confío que
seas una buena anfitriona con nuestra invitada. –Ersebeth asintió y todos se
dirigieron hacia la puerta –Estás en tu casa, Alicia. Puedes hacer lo que
desees. Ersebeth te enseñará la casa. Si necesitas algo, no tienes más que
hacernos llamar. El servicio estará encantado de ayudarte en lo que quieras.
-Gracias, sois muy amables.
-¡Ven, ten enseñaré mis muñecas!- dijo la pequeña.
A Ersebeth le llevó toda la mañana enseñarle la mansión. Era un
auténtico laberinto de habitaciones y pasillos, nada que envidiar a cualquier
palacio de la realeza británica. El lujo y la ostentosidad estaban a la vuelta
de cada esquina. Enormes tapices bordados en oro cubrían las paredes, y los
techos estaban cubiertos de frescos pintados hasta el más mínimo detalle.
Durante la comida, el trono que presidía la mesa también estuvo vacío.
Sin embargo, el almuerzo le permitió conocer la historia de aquella familia, si
es que se podía llamar así. Lilith era la madre, como ella misma se había presentado.
Llevaba en Mirra (así se llamaba el pueblo) muchos años, casi desde que el
pueblo se fundó, y se había ganado a pulso el título de Duquesa. Trabajaba para
la Reina, llevando las cuentas de palacio y demás asuntos económicos.
Sejmet era la segunda en edad. Había viajado miles de kilómetros hasta
llegar a Mirra. Al parecer era hija de Lilith, a pesar de sus rasgos árabes y
que apenas mostraba un leve parecido con su madre. Había vuelto a Mirra huyendo
de la ciudad donde vivía, tras una revuelta del pueblo contra sus gobernantes.
La tercera en edad era Lamia. Según dijo, había nacido en mitad de un
viaje de su madre a Grecia, y de muy niña estuvo al borde de la muerte debido a
una extraña enfermedad. Tras varios meses, y dado que Lamia no mejoraba, Lilith
se vio obligada a dejarla a cargo de sus sirvientes y de un famoso médico del
país, mientras se ocupaba de los asuntos de palacio y las exigencias de la
Reina. La pequeña permaneció varios años en Grecia, hasta que se recuperó de su
enfermedad y pudo volver a Mirra. Gracias a esta larga estancia junto a su
médico, desarrolló asombrosas dotes para la medicina.
Vlad le seguía en edad. Su aspecto nórdico contrastaba con su lugar de
residencia: Rumanía. Allí afirmaba haber nacido y vivido hasta que otro
levantamiento en armas semejante al sufrido por su hermana mayor le habían
obligado a volver a casa.
La más pequeña, Ersebeth, contaba su historia con una gran sonrisa. Su
padre había sido un hombre muy poderoso en Centroeuropa, pero la gente comenzó
a tenerle miedo, y también a su pequeña hija. El padre se desvivía por ella,
concediéndole todos sus caprichos y peticiones, por extrañas que fuesen.
Llegado un punto, sus consejeros le recomendaron alejarse de la corte, y así
había acabado en Mirra.
Las historias que contaban aquellas personas le resultaban a Alicia de
lo más inverosímiles. Sin embargo, había algo en su forma de hablar, en su
timbre de voz, en su mirada… Que hacía que fuesen totalmente irrefutables.
Todos ellos estaban envueltos en un halo de misterio similar, sus ojos
reflejaban casi las mismas vivencias, las mismas experiencias dolorosas… Puede
que toda su historia fuese una farsa y que intentasen esconder el dolor de una
familia rota varias veces, que intenta continuar unida por medio de mentiras
piadosas que acaban volviéndose verdad de tanto repetirse una y otra vez.
Alicia no quiso entrar en detalles, para no incomodar a sus anfitriones, y se
conformó con las historias que le habían contado.
Tras la comida, Sejmet acompañó a Alicia al pueblo, Mirra, en un
suntuoso Rolls Royce. Era un pueblo de tamaño mediano, en el que reinaba una
sobrecogedora tranquilidad. Los ciudadanos paseaban por las soleadas calles de
la villa, flaqueadas por pequeñas casas que no levantaban más de dos o tres
pisos de altura. Los techados, algunos de paja, otros de pizarra oscura, daban
un inusitado colorido al pueblo visto desde su parte más alta. Al fondo, la
calle que llevaba a la casa alcanzaba un pequeño puerto que se abría a un lago
de aguas turquesa.
Al llegar al pueblo, Sejmet ordenó al chófer que aparcase frente a un pequeño establecimiento. En la entrada se podía leer, en letras doradas, "Cafetería 10/6".