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Diario en el desierto por Geni Rico se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

lunes, 27 de agosto de 2012

La Duquesa pt.3


Poco a poco, todos los sitios de la mesa se fueron ocupando. Al lado de aquella mujer, justo enfrente de Alicia, se sentó un apuesto joven de unos dieciséis años. Su pelo rubio y rasgos afilados delataban un origen nórdico. Sus ojos eran fríos y duros, y en su mirada parecía asomar un atisbo de locura que contrastaba con la mirada tranquilizadora de la mujer que acababa de conocer.

A la izquierda del joven, una chica de pelo moreno miraba su plato con desgana. Su pelo era largo, negro y lacio, y caía por delante de su cara. En ella, dos ojos grises se asomaban sobre unas infinitas ojeras. A pesar de su aspecto enfermizo y pálido, aquella chica parecía haber sido preciosa antes de que la enfermedad la hubiese abrazado.

A la izquierda de Alicia estaba sentada una joven de tez dorada como la arena del desierto. Era alta y de porte mayestático, de mirada felina y labios finos. En sus ojos negros como el azabache apenas se podía distinguir la pupila del iris. Comía en silencio, sin mirar a los demás.

Una vez todos hubieron acabado, la mayor del grupo dio dos palmadas. Al momento, un grupo de sirvientes entró por la puerta y recogió la mesa. En apenas un minuto, todas las delicatesen de la mesa habían desaparecido. Mientras tanto, los comensales fueron presentándose a Alicia. La mujer se presentó como Lilith y la madre del resto. El joven sentado frente a ella se llamaba Vlad, y la chica de aspecto convaleciente Lamia. La joven sentada a su izquierda le indicó su nombre con un marcado acento árabe, Sejmet.

- Bien –dijo Lilith. –Ahora que tienes el estómago lleno y has recuperado fuerzas… Cuéntanos, pequeña, ¿cómo has llegado hasta el bosque?

- Bueno… Me interné en el bosque hace unos días, persiguiendo a una pequeña liebre.- Alicia miró hacia la piel pintada en el cuadro y decidió omitir el detalle de su encuentro con el gato- y acabé por perderme. Seguí un pequeño camino hasta llegar a un gran claro con una pequeña casita…

- El claro de la locura…- interrumpió Vlad. -¿Te encontraste con el peletero?

- Me encontré con un lunático… -el recuerdo de la situación puso nerviosa a la chica. Los ojos de Alicia comenzaron a humedecerse. –Él… Él intentó…

-Tranquila, ahora estás a salvo –la consoló Sejmet, mientras apoyaba su mano sobre el hombro de Alicia.- Ya ha pasado todo.

- Ese Hatta… Tienes suerte de haberte hecho esa herida. –añadió Vlad. –Si no, ahora mismo estarías disecada en su chabola, expuesta para que cualquier depravado adorador de Jabberwock te comprase…

- ¡Vlad! –gritó Lilith. –Ten un poco de delicadeza con nuestra invitada… -su voz volvió a serenarse al tiempo que Alicia se recuperaba. –Cuéntanos, pequeña. ¿Cómo te hiciste esa herida en el costado?

- Yo… no se… no lo recuerdo… -mintió. Recordaba con todo lujo de detalles todo lo ocurrido mientras estaba sobre la camilla de Hatta. –Solo escuché los gritos del peletero mientras me sacaba a empujones de la choza. No recuerdo mucho más…

- Qué extraño… Hatta suele tener mucho cuidado con sus pieles… Tu herida parecía un arañazo… ¿No te habrás encontrado con un gato, verdad? –Apuntó Sejmet, en tono sospechoso.

- ¿Un gato? No… -mintió de nuevo. –No recuerdo como conseguí salir de allí, pero desde luego esta herida no es de una zarpa de gato… ¡Es casi de un tigre!

- Tiene razón, ¡tendría que ser un gato enorme! No digas tonterías, Sejmet. –dijo Ersebeth.

- Hablando de la herida… He visto la cicatriz… Y no puedo evitar preguntarme cuánto tiempo he estado inconsciente…

- Dos días, pequeña. –contestó Lilith. –Lamia ha estado cuidando de ti, es una experta sanadora. Por eso tu herida ha cerrado tan rápidamente. –Bajo la capa de pelo negro que tapaba la cara de Lamia, Alicia pudo observar una leve sonrisa.

- Gracias por vuestra hospitalidad. Siento haber causado alguna molestia… -se disculpó Alicia.

- No te preocupes, pequeña… Te encontramos escondida en el tocón de un árbol, malherida y desnuda… No podíamos dejarte allí, a la intemperie. Has tenido suerte de habernos encontrado. –Replicó la mujer, mientras se levantaba de la mesa, dando la conversación por terminada. Acto seguido, todos se levantaron. –Bueno, es hora de ponerse a trabajar. Ersebeth, cariño, confío que seas una buena anfitriona con nuestra invitada. –Ersebeth asintió y todos se dirigieron hacia la puerta –Estás en tu casa, Alicia. Puedes hacer lo que desees. Ersebeth te enseñará la casa. Si necesitas algo, no tienes más que hacernos llamar. El servicio estará encantado de ayudarte en lo que quieras.

-Gracias, sois muy amables.

-¡Ven, ten enseñaré mis muñecas!- dijo la pequeña.

A Ersebeth le llevó toda la mañana enseñarle la mansión. Era un auténtico laberinto de habitaciones y pasillos, nada que envidiar a cualquier palacio de la realeza británica. El lujo y la ostentosidad estaban a la vuelta de cada esquina. Enormes tapices bordados en oro cubrían las paredes, y los techos estaban cubiertos de frescos pintados hasta el más mínimo detalle.

Durante la comida, el trono que presidía la mesa también estuvo vacío. Sin embargo, el almuerzo le permitió conocer la historia de aquella familia, si es que se podía llamar así. Lilith era la madre, como ella misma se había presentado. Llevaba en Mirra (así se llamaba el pueblo) muchos años, casi desde que el pueblo se fundó, y se había ganado a pulso el título de Duquesa. Trabajaba para la Reina, llevando las cuentas de palacio y demás asuntos económicos.

Sejmet era la segunda en edad. Había viajado miles de kilómetros hasta llegar a Mirra. Al parecer era hija de Lilith, a pesar de sus rasgos árabes y que apenas mostraba un leve parecido con su madre. Había vuelto a Mirra huyendo de la ciudad donde vivía, tras una revuelta del pueblo contra sus gobernantes.

La tercera en edad era Lamia. Según dijo, había nacido en mitad de un viaje de su madre a Grecia, y de muy niña estuvo al borde de la muerte debido a una extraña enfermedad. Tras varios meses, y dado que Lamia no mejoraba, Lilith se vio obligada a dejarla a cargo de sus sirvientes y de un famoso médico del país, mientras se ocupaba de los asuntos de palacio y las exigencias de la Reina. La pequeña permaneció varios años en Grecia, hasta que se recuperó de su enfermedad y pudo volver a Mirra. Gracias a esta larga estancia junto a su médico, desarrolló asombrosas dotes para la medicina.

Vlad le seguía en edad. Su aspecto nórdico contrastaba con su lugar de residencia: Rumanía. Allí afirmaba haber nacido y vivido hasta que otro levantamiento en armas semejante al sufrido por su hermana mayor le habían obligado a volver a casa.

La más pequeña, Ersebeth, contaba su historia con una gran sonrisa. Su padre había sido un hombre muy poderoso en Centroeuropa, pero la gente comenzó a tenerle miedo, y también a su pequeña hija. El padre se desvivía por ella, concediéndole todos sus caprichos y peticiones, por extrañas que fuesen. Llegado un punto, sus consejeros le recomendaron alejarse de la corte, y así había acabado en Mirra.

Las historias que contaban aquellas personas le resultaban a Alicia de lo más inverosímiles. Sin embargo, había algo en su forma de hablar, en su timbre de voz, en su mirada… Que hacía que fuesen totalmente irrefutables. Todos ellos estaban envueltos en un halo de misterio similar, sus ojos reflejaban casi las mismas vivencias, las mismas experiencias dolorosas… Puede que toda su historia fuese una farsa y que intentasen esconder el dolor de una familia rota varias veces, que intenta continuar unida por medio de mentiras piadosas que acaban volviéndose verdad de tanto repetirse una y otra vez. Alicia no quiso entrar en detalles, para no incomodar a sus anfitriones, y se conformó con las historias que le habían contado.

Tras la comida, Sejmet acompañó a Alicia al pueblo, Mirra, en un suntuoso Rolls Royce. Era un pueblo de tamaño mediano, en el que reinaba una sobrecogedora tranquilidad. Los ciudadanos paseaban por las soleadas calles de la villa, flaqueadas por pequeñas casas que no levantaban más de dos o tres pisos de altura. Los techados, algunos de paja, otros de pizarra oscura, daban un inusitado colorido al pueblo visto desde su parte más alta. Al fondo, la calle que llevaba a la casa alcanzaba un pequeño puerto que se abría a un lago de aguas turquesa.

Al llegar al pueblo, Sejmet ordenó al chófer que aparcase frente a un pequeño establecimiento. En la entrada se podía leer, en letras doradas, "Cafetería 10/6".

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